Cuando fuimos monos
por Fernando Zamora.
Sin duda, la obra por la que Charles Darwin pasó a la posteridad es la famosa “El Origen de las Especies” donde desarrolla su teoría de la evolución. Esta fama le costó no pocas críticas y burlas de sus coetáneos, lo que dejó también para la historia una famosa caricatura de Darwin con cuerpo de primate. Pero, al margen de esta famosa obra, Darwin fue un investigador incansable, un naturalista que recorrió medio mundo a bordo del ‘Beagle’ observando, anotando y preguntándose el por qué de lo que veía. Aquel joven que embarcaba con poco más de 20 años se convertiría en una de las mayores figuras de la Biología, publicando multitud de obras sobre diversas temáticas. Entre su obra, existe un tratado poco conocido pero muy interesante llamado “La expresión de las emociones en el hombre y los animales” publicado en 1872 que contaba con la novedad para la época de incluir fotografías para ilustrar las explicaciones (lo que desató no pocas protestas de su editor).
En esta obra, Darwin cataloga y describe cada una de las emociones más comunes, indagando en cómo las expresamos los seres humanos y comparándolo con cómo lo hacen los animales para extraer conclusiones sobre su origen. Leyendo, uno puede descubrir, por ejemplo, que cuando lloras para expresar tu tristeza, estás poniendo en marcha mecanismos que se desarrollaron originalmente para limpiar los ojos. Cuando el primate que fuimos se levantó sobre dos piernas para atisbar por encima de la maleza, también se enfrentaba a que sus ojos quedaran expuestos al polvo y el viento. La sensación de malestar de recibir viento y suciedad y, en consecuencia, lagrimear, quedó fijada con tanta fuerza que al final, en el ser humano que somos actualmente ya no es necesario el estímulo físico para desencadenar la respuesta. El abandonar la postura de cuatro patas para comenzar a caminar erguidos debió ser una experiencia traumática pero altamente provechosa para nuestros ancestros. A este cambio le debemos el comienzo del desarrollo de nuestro potente cerebro para dejar atrás nuestros orígenes como primates.
Todo esto venía a cuento, además de para recomendarles que le echen un vistazo al libro si tienen la ocasión, para contarles otra curiosa herencia que recibimos los Homo sapiens sapiens. Con toda seguridad, habrán comprobado que cuando uno pasa un tiempo en el agua las yemas de los dedos de manos y pies comienzan a arrugarse. Ese indicador que usan las madres para decirles a los niños que ya es hora de ir saliendo del agua resulta que es una respuesta del sistema nervioso simpático. Esta parte de nuestro sistema nervioso se encarga de controlar muchas cuestiones del funcionamiento autónomo de nuestro cuerpo, como que el corazón siga latiendo o respiremos de manera inconsciente. También se encarga de estrechar los vasos sanguíneos, que es lo que ocurre en nuestros dedos arrugados por el agua.
Esto se sabe porque se ha observado que en personas con lesiones en estos nervios esta reacción no se produce, así como en los pacientes de Parkinson se observa una reacción menor. Y ¿para qué va a querer nuestro cuerpo arrugar sólo nuestros dedos cual garbanzos? La respuesta está en que nuestros ancestros primates eran pésimos nadadores y el caer en una poza podía suponer un problema muy serio. Al arrugar los dedos se aumenta la capacidad de adhesión de los mismos a las superficies, lo que facilitaría a nuestro tatara-tatarabuelo primate el escapar de la charca indemne, aunque mojado.
Aún quedan en nosotros multitud de remanentes como estos de nuestros orígenes, todos ellos comunes a todos los seres humanos, por muchas diferencias que queramos ver entre nosotros, ninguno dejamos de ser hijos de un mono que se puso de pie y no sabía nadar.